lunes, 12 de enero de 2009

LA SALUD EN CUBA ... no para los cubanos.

HOSPITALES, ¿LO LLEVAS TODO?
Yoani Sánchez

Un cubo en una mano, la almohada bajo el brazo y el ventilador apoyado en el hueso de la cadera. Entro por la puerta del hospital oncológico y la mochila que me sobresale sobre el hombro no deja ver mi rostro al custodio. Poco le importa, pues el hombre está acostumbrado a que las familias de los pacientes deben llevarlo todo, así que mi barroca estructura de aspas, cubo y fundas, no lo inmuta. Él no lo sabe todavía, pero en una bolsa que me cuelga de algún lado le he traído un pan con tortilla, para que me deje quedarme fuera del horario de visita.

Llego a la sala y Mónica sostiene la mano de su madre, cuyo rostro está cada vez más demacrado. Tiene cáncer en el esófago y ya hay poco que hacer, aunque la señora aún no lo sabe. Nunca he entendido esa negativa de los médicos a informarle a uno –directamente– cuán poco tiempo queda para el final; pero respeto la decisión de la familia, aunque no me sumo a la mentira de que pronto estará bien.

La sala tiene una luz tenue y en el aire se huele el dolor. Comienzo a desempaquetar lo que he traído. Saco la bolsita de detergente y el aromatizante con los que limpiaré el baño, cuyo “aroma” lo inunda todo. Con el cubo podremos bañar a la señora y descargar la taza, pues la válvula de agua no le funciona. Para el gran fregado traje un par de guantes amarillos, temerosa de los gérmenes que puede pescar en aquel hospital. Mónica me conmina a seguir desempacando y extraigo la cantina de la comida y un purecito especial para la enferma. La almohada ha venido de maravilla y el juego de sábanas limpias logra tapar el colchón, manchado con sucesivos efluvios.

Lo mejor recibido es el ventilador, que conecto a dos cables pelados que asoman desde la pared. Sigo desembalando y llego a la jabita con los materiales médicos. He conseguido unas agujas adecuadas para el suero, pues la que tiene en el brazo es muy gruesa y le produce dolor. También compré algo de gasa y algodón en el mercado negro. Lo más difícil –que me ha costado días e increíbles canjes– es el hilo de sutura para la cirugía que le harán mañana. Le traje además una caja de jeringuillas desechables, pues puso el grito en el cielo cuando vio a la enfermera con una de cristal.

Para la distracción, he cargado con una radio y a una paciente cercana le han traído un televisor. Mi amiga y su mamá podrán ver entonces la novela, mientras yo busco al médico y le entrego un regalo enviado por el esposo de la enferma. Al llegar la hora de dormir, una cucaracha atraviesa la pared cercana a la cama y me acuerdo que también traje un spray contra insectos. En la mochila todavía me quedan algunas medicinas y un regalito para la muchacha del laboratorio.
El dinero lo tengo en el bolsillo, pues las ambulancias son para casos muy críticos y cuando la envíen –desahuciada– a casa, tendremos que tomar un Panataxi.Frente a nuestra cama hay una viejita que se come la sopa aguada que le ha dado el personal del hospital. Alrededor de su cama no hay ningún bolso traído por la familia y no tiene almohada para apoyar la cabeza.
Pongo el ventilador de una forma que ella también reciba el fresco y le hablo sobre la llegada de otro huracán.
Sin que se dé cuenta toco la madera del marco de la puerta, no sé muy bien si para expulsar el miedo a la enfermedad o el espanto ante las condiciones del hospital. Una mujer pasa gritando que vende panes con jamón para los acompañantes y yo me encierro en el baño, que huele a jazmines después de mi limpieza.

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