jueves, 28 de mayo de 2009

LA APOSTASÍA DEL MUNDO DE HOY (III)

El mundo inficionado por el pecado es redimido por Cristo
(P. Julio Meinvielle)
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Sabido es que al desorden con que el hombre perturbó el orden creacional, Dios respondió con el nuevo orden creacional. Y este orden gira en torno de Jesucristo y de la Iglesia. En torno al Cuerpo Místico, del cual Cristo es cabeza. “Y así Dios amó al mundo hasta entregarle su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna”. Pero sería un error imaginar que, con la redención operada por Cristo, el mundo inficionado por la culpa se hubiera convertido en sano y bueno. Error semejante el del que creyera que porque el hombre perturbó con su culpa al mundo, ya éste hubiera perdido la bondad originaria.
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Con la redención de Cristo se le ofrece al hombre, a cada hombre particular, una posibilidad concreta de salvación, y al mundo en su totalidad se le ofrece presente y actuante, un Sacramento universal de salud, el Misterio de la Iglesia. De modo que ahora, después que Cristo ha redimido al hombre, o al mundo que contiene en su ámbito al hombre como su mejor realidad, el mundo, además de la bondad de la creación, y de la maldad del pecado, tiene también en su seno la nueva bondad de la verdad y de la gracia de Cristo.
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Pero el hombre, aunque bueno por la creación, después del pecado había quedado de tal suerte pervertido en su comportamiento, que ya no podía cumplir todo el orden del bien, aún del bien propiamente humano, sin la verdad y la gracia de Jesucristo. Y aún hecho cristiano por el bautismo, o sea, recreado por la redención de Cristo, queda inclinado al pecado por el “fomes” del pecado, es decir, por la resistencia del concupiscible y del irascible a sujetarse a la razón. El hombre, aún el cristiano que frecuenta los medios de santificación que nos dejó Cristo en la Iglesia, tiene dentro de sí el desorden de la concupiscencia que lo arrastra al pecado.
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Con esto queremos significar que el mundo, aún después de la redención de Cristo y aún cuando use los medios de santificación dejados a la Iglesia, conserva la inclinación al pecado que le coloca en situación ambigua. Esta ambigüedad del hombre y por ende del mundo, aún en régimen cristiano, ha de afectar a las instituciones básicas de la civilización humana. Y, en efecto, el matrimonio, en su doble, relación esposo-esposa, padres-hijos, el trabajo, la propiedad, la economía, la cultura, el poder político, aún cuando hayan sido sanados y elevados por la gracia de Cristo, conservan un factor de perturbación que los coloca en situación ambigua, de suerte que, en definitiva, pueden ser buenos o malos.
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De aquí que en la Escritura, primeramente, el mundo nos es presentado como ambiguo, es decir, con capacidad para ser bueno o malo, según use o deje de usar esta redención. En la Carta a los Hebreos leemos: “Por lo cual, entrando en este mundo, dice: “No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo”. Y San Juan escribe: “Él es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo”. Y los samaritanos decían a la mujer que les anunciaba al Mesías: “Ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del Mundo”. Y Marta confesó a Cristo: “Sí Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo”. Y Cristo decía: “Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo”.
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Y el Evangelio de San Juan trae el gran texto que dice: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna; pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él”.
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Pero el mundo, aún después de la venida de Cristo, puede ser bueno si acepta el mensaje que éste ha traído, y puede ser malo si lo rechaza. “El que cree no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y el juicio consiste en que vino la luz del mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”.
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Porque el mundo, aún después de la redención de Cristo, es un lugar arrastrado por la escatología donde se mezclan los malos y los buenos. Cristo mismo nos lo explica, en la parábola de la cizaña, diciendo: “El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre, el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino; la cizaña son los hijos del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la siega es la consumación del mundo; los segadores son los ángeles; a la manera, pues, que se recoge la cizaña y se quema en el fuego, así será en la consumación del mundo”.
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Cristo en la oración de la última cena ruega por sus discípulos, para que Dios no los saque del mundo, sino que los guarde del mal que hay en el mundo. Dice así: “Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste, porque son tuyos... Yo ya no estoy en el mundo...
Yo les he dado tu palabra, y el mundo los aborreció, porque no eran del mundo, como yo no soy del mundo. No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal... Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié, a ellos al mundo”
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Este mundo, con todos los valores que contiene, valores de naturaleza y culturales, aún después de la redención tiene para el cristiano una significación ambigua, de suerte que ha de ser apetecido y buscado en la medida en que nos sirva para la vida eterna. De aquí que Cristo puede decir: “¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?”, y también: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura”. Y las cosas de este mundo, incluso los mismos ministros, de la Iglesia, “ya el mundo, ya la vida, ya la muerte; ya lo presente, ya lo venidero, todo es vuestro; y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”.

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