sábado, 30 de mayo de 2009

LA APOSTASÍA DEL MUNDO DE HOY (IV)

En el mundo, aún después de la Redención,
se entremezcla lo malo con lo bueno, pero con inclinación al mal
(P. Julio Meinvielle)
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El Pelagianismo moderno
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Este punto es sumamente importante, ya que hoy es olvidado, si no negado implícitamente, por los teólogos más escuchados de la hora actual. Cuando hablamos del “mundo”, así a secas, hablamos cosmos encierra al hombre como a su ser más noble, a cuyo servicio se ordenan los otros seres inferiores. El mundo es bueno o malo si el hombre es bueno o malo. Ahora bien, por lo que tiene de sí, el hombre, aún después de la redención de Cristo, aún provisto de los medios de santificación y de gracia que el Espíritu Santo le proporciona, conserva como pena un desorden que le inclina al mal.
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Es el desorden de “la carne”, en cada hombre individual; es el desorden “del mundo” en las colectividades humanas, desorden uno y otro que son agudizados por la presencia e instigación del diablo, que tiene poder de dañar a aquellos que se ponen a su alcance. Por esto, San Pedro exhorta a los primeros cristianos que se encontraban con todos los recursos de la gracia y con el fervor del primer tiempo: “Estad alertas y velad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar”.
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Este desorden de “la carne”, que afecta también al “mundo”, es consecuencia del pecado original de nuestros primeros padres. Este pecado nos transmite una naturaleza humana “privada del don de la justicia original y del don de la integridad”.
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La justicia original ponía orden en el hombre con respecto a Dios. El hombre era entonces un ser en armonía. En armonía con respecto a Dios, su Creador; en armonía consigo mismo, pues las fuerzas interiores que le mueven a buscar el bien sensible se sujetaban a las fuerzas superiores de la razón, que le mueven a buscar el bien racional, o sea lo bueno. El hombre viene hoy a este mundo con una naturaleza enferma. Una naturaleza enferma, que si no está totalmente corrompida, ya que puede hacer muchas obras particulares buenas, está “debilitada”, “mal inclinada”, “más inclinada al mal que al bien”. Por ello, el mundo, compuesto de hombres es más
bien malo que bueno.
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Pelagio, un monje hereje del siglo V, negaba precisamente que el hombre viniera a este mundo afectado por el pecado original y con inclinación al mal. El hombre, decía, viene bueno a este mundo, con su libre albedrío o libertad, por la cual puede hacer el bien o hacer el mal. “La libertad de albedrío, decían los pelagianos, por la cual el hombre se emancipa de Dios, consiste en la posibilidad de admitir el pecado o de abstenerse del pecado”. “El hombre fue hecho animal racional, capaz de la virtud y del vicio, de donde podía, por la posibilidad que le fue concedida, o bien guardar los mandamientos de Dios o transgredirlos, y así tenía voluntad libre de querer una u otra también y sobre todo del hombre, porque el cosa en lo cual consiste el pecado o la justicia”. “La libertad de arbitrio es entonces la posibilidad de hacer o de rechazar el pecado, que tiene cada uno en su poder para seguir lo áspero y duro de las virtudes o lo cenagoso de los placeres”.
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Los hombres, en consecuencia, están igualmente inclinados al bien o al mal, porque de sí mismos y sin ayuda de Dios, pueden hacer el bien o el mal. Contra Pelagio y los pelagianos se levantó como un gigante San Agustín, sosteniendo que el hombre viene a este mundo en estado de caída por efecto de la culpa original, y que no puede por consiguiente conocer todas las verdades del orden natural, al menos el común de los hombres, con facilidad, con certeza y sin errores; y, que no puede cumplir todos y los más difíciles preceptos de la ley natural.
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De aquí que el hombre tenga necesidad de una gracia externa para conocer fácilmente, con certeza y sin errores la verdad de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma, y de una gracia interna para practicar y cumplir en su totalidad la ley moral, y aún algunos de los más difíciles de sus preceptos. La imposibilidad se hace sobre todo sentir, en este segundo aspecto del orden práctico, por cuanto es la voluntad la facultad más directa y profundamente viciada.
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Sabido es que Sto. Tomás llama “heridas de la naturaleza” al estado en que el hombre ha quedado, a consecuencia del pecado original. Al perderse aquella armonía que la justicia original establecía entre la razón humana y Dios, y entre las fuerzas inferiores de la sensibilidad y la misma razón humana, el hombre quedó afectado de cuatro heridas, la una en la prudencia y es la ignorancia, otra en la voluntad y es la malicia, una tercera en el apetito irascible y es la debilidad, y la última que afecta al concupiscible y, es la concupiscencia o el amor desordenado al placer.
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Así herido, el hombre no puede cumplir el bien moral. Puede hacer ciertos bienes particulares “como edificar casas, plantar viñas, y otras semejanzas”; “amar a la esposa, a los hijos, a los hermanos, a los parientes, a los amigos”; “obsequiar a los padres, ayudar al necesitado, no oprimir a los vecinos, no robar lo ajeno”; “hacer aquellas cosas que hacen honesta la vida mortal”; “que se refieren a la equidad de la sociedad humana”, pero no puede guardar toda la ley moral, “así como un enfermo enseña Santo Tomás, puede por sí mismo efectuar algún movimiento, pero no puede moverse perfectamente con movimiento de hombre sano si no es sanado con la medicina”.
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Los teólogos hacen la demostración teológica de estas enseñanzas, comentando lo de San Pablo a los Romanos, Cap. I a VII, en que el Apóstol recrimina a los paganos y a los judíos por los crímenes abominables que cometían, y que demuestra la debilidad en que viene al mundo toda la generación pecadora de Adán, y que sólo tiene remedio con la gracia de Jesucristo. Remedio, si se aplica eficazmente esta gracia, lo cual no se verifica en el común de los cristianos, que viven una vida tibia, llena de caídas y flaquezas, pero que muestra su poder de curación en los santos heroicos, de los que la Iglesia puede exhibir en todo lugar y época ejemplos extraordinarios.
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La razón intrínseca de esta imposibilidad de observar la totalidad de la ley natural la ubican los teólogos en el hecho de que para observarla debía el hombre afirmarse en el fin de la ley, que es el amor de Dios sobre todas las cosas. Pero amar a Dios, a quien no vemos, nos resulta prácticamente imposible, sobre todo amarlo en tal forma efectiva que podamos resistir las tentaciones que nos asedian con fuerza, tentaciones de movimientos de placer, de amor del éxito mundano y de todos los otros atractivos de la vida, cuya renuncia sólo puede hacerse precisamente si tenemos un fuerte amor de Dios.
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El hombre tiene una voluntad enferma, inestable, ciega por los atractivos de la concupiscencia, más ávido de gloria que de virtud, de suerte que es prácticamente imposible que no incurra en claudicaciones. La experiencia propia y la historia de todos los pueblos lo confirma abundantemente. La herejía pelagiana hoy ha entrado de modo inconsciente en el cristiano moderno. No se tiene idea del estado enfermo y caído en que viene el hombre a este mundo.
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De allí que la exaltación de la persona humana y del Humanismo estén en boca de las gentes. Como si el hombre, por sus propias fuerzas pudiera cumplir la ley moral. Como si no estuviera profundamente debilitado. Y como si no lo estuviera mucho más, a consecuencia del naturalismo, que ha penetrado en la sociedad, destruyendo la concepción cristiana sobre la necesidad de la ayuda sobrenatural para la rehabilitación del orden humano, aún en el aspecto puramente natural.

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