jueves, 27 de agosto de 2009

EMPECEMOS POR CURARNOS DE LA TV- II

(José Antonio Ullate, de "El Brigante")
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El tema de la televisión hace aflorar pasiones insospechadas. Casi todo el mundo admite que los contenidos de la programación son inaceptables y hasta moralmente perniciosos. Pero muy pocos están dispuestos a prescindir del aparato. Esto ya debería hacernos reflexionar sobre el grado de dependencia que genera. Cuando se apunta el perjuicio que el medio mismo ocasiona al utilizarlo como forma habitual de información o de ocio, la resistencia es inmediata: “Se trata de usarlo con criterio”, “la televisión es buena si se sabe verla”.
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De creer a los defensores de la televisión “con criterio”, la mayoría de los televidentes deciden fría y previamente la cantidad razonable de tiempo que van a pasar ante el televisor, seleccionan rigurosamente la programación y tienen siempre el dominio sobre esta actividad, sin que les influya más allá de lo que ellos deciden. En realidad, uno de los males de la televisión es que crea mala conciencia y deseo de disimular el poco control que tenemos sobre ella. Pero los problemas de la televisión van más allá de la pésima calidad o la inmoralidad de los contenidos o de la tendencia a hacernos decir que vemos “sólo documentales”.
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La televisión nos hace pensar que rompemos los límites de nuestra contingencia, que podemos “vivir” enriquecidos por imágenes fabricadas en la Antártida, en Las Vegas, en Mindanao o más bien… en un plató o en cualquier sala de montaje. Después del viaje virtual que es cada sesión de televisión, quedamos con la cabeza repleta de imágenes falsificadas (a las que no les corresponde un conocimiento proporcionado), satisfechos de lo mucho que pensamos haber “conocido” o, más frecuentemente, hastiados de cómo, una vez más, hemos perdido el tiempo soberanamente, y quizás con remordimientos por lo embrutecidos que estamos al contemplar –sin indignación y sin retirarnos inmediatamente– lo más nefando, lo que debería ser ocultado, cuando no directamente reprimido.
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¿En qué disposición está el televidente tras ver la televisión? ¿Tiene los “poros” de su alma más abiertos para aprender, para contemplar, para la compasión o para la oración? No, tiene la sensibilidad embotada por una saturación innatural de imágenes, de una violencia inusitada no tanto por el contenido, sino por la forma. Pero no sólo: la imaginación está llena de imágenes que acaparan nuestra energía y que la memoria trae una y otra vez a la conciencia, entorpeciendo el ejercicio de la reflexión.
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La voluntad, por su parte, se habitúa a la pasividad, dominada, lábil, imprudente y sin fortaleza. El hombre o la mujer “televisivos” pierden (hablo por propia experiencia) la radicalidad moral necesaria para acometer una vida humana y cristiana, que exige el hábito de la fortaleza para plantar cara a mil tentaciones.Hay quien dice que hay tiempo para todo: para ver la televisión, para estudiar, para rezar. Pero el ser humano (el que existe en realidad) es un compuesto de alma y cuerpo, no un espíritu separado que puede cambiar de actividad sin transición.
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La oración o el estudio, requieren una preparación remota, una pacificación, una concentración, un silencio interior y exterior, un dominio mínimo de la sensibilidad y de la imaginación. Los efectos internos de nuestras acciones nos acompañan, y más si consisten en atiborrarnos de ruido y de imágenes. ¿Qué oración es posible en esas circunstancias?La forma dictatorial, impositiva, arbitraria con la que la televisión se abre paso en los hogares, genera una disposición derrotista, indolente, resignada, en los teleadictos. Queda el nuevo espejismo idiota de poder elegir entre los múltiples canales que procesan análogos fraudes. Elegir al embaucador que nos va a entretener durante media, una, dos o quién sabe cuántas horas, al precio de proseguir erosionando nuestra capacidad de admiración por la realidad, de conocimiento riguroso, de firmeza moral.
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Los hombres televidentes conservan, cómo no, sus diferencias entre sí. Pero comparten la erosión íntima que produce el medio. Los católicos y los ateos, los socialistas y los conservadores, consumidores de televisión, reducen sus diferencias a matices ideológicos, bajo los cuales la trituración moral se asemeja cada vez más.La fe exige un asentimiento humano, por lo tanto, con inteligencia y voluntad. Por eso, la sabiduría cristiana advierte sobre las condiciones que favorecen o dificultan el ejercicio de la fe y de la virtud.
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“El acto de contemplación -dice Santo Tomás- es impedido por la vehemencia de las pasiones, debido a que la atención del alma es desviada de la consideración de las realidades espirituales y acaparada por los placeres sensibles, así como por el tumulto de las cosas exteriores. Por tanto, las virtudes morales, al refrenar las pasiones e imponer un orden racional a la actividad exterior, disponen a la contemplación”. La vehemencia de las pasiones, como las que produce y prolonga en el tiempo la imaginación sobrecargada, o el tumulto de las cosas exteriores, desvían al alma de la consideración de las realidades espirituales. De este modo, las casas cristianas dejan de ser casas de oración, para entronizar un aparato que nos provee siempre de la dosis oportuna de distracción.
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“La televisión hace mucha compañía”, dicen, pero compañía no hace ninguna. Proporciona distracción que nos hace olvidarnos de nuestras necesidades verdaderas, de nuestra condición y, por supuesto, de la presencia de Dios.Hablando del influjo de los sentimientos en la vida espiritual, decía fray Lucas de San José: “Todos los maestros de la vida espiritual, (...) se creen obligados a regular los sentimientos del corazón de sus discípulos; porque en el orden espiritual y moral, sin previa educación del corazón, se pierde lastimosamente el tiempo.
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Quien no tenga el dominio de su corazón no será jamás un Santo, ni un hombre completo. Perderá en un instante lo que en años haya adelantado”. La vida espiritual requiere una lucha por el dominio de los sentimientos y de la imaginación. La televisión es una “mala maestra”, que subvierte el orden en el alma humana, otorgando la primacía a los sentimientos y a la imaginación, por encima de la razón y la voluntad, y eso, aun cuando transmita contenidos “piadosos”, pues lo hace saturando nuestra imaginación y nuestro corazoncito.
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La televisión contribuye como ningún otro medio a domesticar a los cristianos, que quedan atrapados en una viscosa red de deseos ineficaces o de discursos sin correspondencia con la realidad.Quien de veras quiera vivir una vida conforme a la doctrina católica debe reflexionar, pero no sólo: debe actuar y remover los obstáculos morales que impiden el seguimiento de Cristo. La televisión es uno de esos obstáculos, ciertamente no el único, de modo que si eludimos la urgencia de su eliminación en nuestra vida lo único que manifestamos es nuestra resistencia a ese seguimiento radical al que por nuestro bautismo estamos obligados.
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Hoy que se pretende “reconstruir” un cristianismo compatible con el mundo, que sólo libre determinadas batallas (la de la “vida” y la de la “libertad de educación”…), la televisión no molesta. Pero la auténtica vida de fe, sin embargo, nos reclama a que luchemos por convertir nuestras casas en un testimonio de oración, de moralidad en el vivir y en una palestra de las virtudes cristianas, como decía S.S. León XIII. La televisión no encaja en ese planteamiento. Así de simple.

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