lunes, 13 de octubre de 2008

Ernest Hello, luz de las letras francesas

“LA MEDIOCRIDAD

El filósofo y ensayista Ernest Hello (1828-1885) es una de las mayores luces de las letras francesas. Ha sido admirado por Michaux, Fumet, Claudel, Bernanos, Goyau y sin embargo es continuamente olvidado en el ámbito de la historia del pensamiento y de la literatura. En su diario, León Bloy lo califica como “el gran desconocido”. Y San Juan María Vianney –el famoso “Cura de Ars”- decía de él que había “recibido de Dios el genio”.



Quienes han tenido la dicha de leer y gozar su obra más original, “L'Homme (1872), saben que Hello es precisamente eso, un genio, a quien le fue dado unir en feliz enlace la Fe, la filosofía y el arte. El año 1993, Patrick Kéchichian le consagró un libro bajo un evocador título: Les usages de l’éternité. Y recientemente, Editions de Paris ha reeditado “El hombre” (foto de arriba) en una fina y cuidada edición.

Ernest Hello

Extractamos algunas de las reflexiones de Hello sobre el vicio de la mediocridad. La traducción es nuestra, con lo que pedimos disculpas, pues es en el original francés donde realmente se puede palpar la belleza de sus expresiones y la profundidad de su pensamiento.

El hombre superior eleva la frente para admirar y para adorar; el hombre mediocre eleva la frente para burlarse; le parece ridículo todo lo que está por encima de él, y lo infinito le parece vacío.


El hombre superior eleva su frente para admirar y adorar

El hombre mediocre es mucho peor de lo que él cree y de lo que los demás creen, porque su frialdad encubre su malignidad. Comete infamias pequeñas que, de puro pequeñas , parecen no ser infamias. Pica con alfileres y se regocija cuando ve manar sangre, mientras que aún al asesino le da miedo la sangre que vierte. El hombre mediocre nunca tiene miedo. Se siente apoyado en la multitud de aquellos que se le parecen.


El hombre superior, incesantemente atormentado, desgarrado por la oposición entre lo ideal y lo real, siente mejor que nadie la grandeza y la miseria humana. Siéntese llamado con más fuerza hacia el fin ideal, que es nuestro fin, el fin de todos, y, sin embargo, más mortalmente dañado por la antigua caducidad de nuestra pobre naturaleza. Nos comunica estos dos sentimientos que él experimenta, encendiendo en nosotros el amor del Ser y despertando incesantemente la conciencia de nuestra nada.

El hombre mediocre no siente la grandeza, ni la miseria, ni el Ser, ni la nada. Es que no se arroba ni se precipita (por lo inmenso).

El rasgo característico, absolutamente característico del hombre mediocre, es su deferencia por la opinión pública. No afirma jamás, siempre repite. Sus admiraciones son prudentes, sus entusiasmos son oficiales. Admite algunas veces un principio, pero si tú llegas a las consecuencias de ese principio te dirá que exageras. Si la palabra exageración no existiera, el mediocre la inventaría.


El Cid, ejemplo paradigmático de anti-mediocridad


El mediocre sólo tiene una pasión: el odio a lo bello. Quizás repita con frecuencia una verdad trivial en tono asimismo trivial. Expresa tú la misma verdad con esplendor y te maldecirá pues habrá encontrado lo bello, que es su personal enemigo.

Al mediocre, toda afirmación categórica le parece insolente, pues excluye la propuesta con­traria. Pero si alguien es un poco amigo y un poco enemigo de todas las cosas, lo considerará sabio y reser­vado, le admirará la delicadeza de pen­samiento, le elogiará el talento de las transacciones y de los matices.

Para escapar a la censura de intole­rante, hecha por el mediocre a todos los que piensan con firmeza, sería necesario refugiarse en la duda absoluta: e incluso en tal caso, sería preciso no llamar a la duda por su nombre. Por eso, se expresa en términos de opinión modesta, que respeta los derechos de la opinión opuesta, toma aires de decir alguna cosa y no dice cosa alguna. Es preciso añadir a cada frase una paráfrasis azucarada: 'parece que’, 'yo osaría decir que', 'si es licito expresarse así’.

"El mediocre dice que hay algo de bueno y de malo en todas las cosas, que es preciso no ser absoluto en los juicios. Si alguien afirma con fuerza la ver­dad, el mediocre lo acusará de exceso de confianza en sí mismo. El, que tiene tanto orgullo, no sabe lo que es el orgullo. El es modesto y orgulloso, dócil frente a los revolucionarios (1), y rebelde contra la Iglesia Católica. Su lema es el grito de Joab: 'Soy audaz sólo contra Dios’ ."



Si el hombre naturalmente mediocre se hace seriamente cristiano, cesa absolutamente de ser mediocre. El hombre que ama (el absoluto) no puede ser mediocre.

(1) En el original dice "Voltaire"

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